Un hombre común, por Lizandro Samuel

Vidas cruzadas
Una selección de Héctor Torres

 

La gente común, esas cuyos días transitan dentro de los límites de un despertador y un agotamiento, entre colas, oficios tediosos y pequeños fracasos, tienen como único aliciente la evasión alimentada por las vidas dentro de las pantallas de cine. De ahí que las historias de gente común se convierten en odiosos espejos. Este texto de Lizandro Samuel atrapa el hastío de un par de amigos, gente común, que aspiran a que la pantalla  ofrezca diversión y la vida sosiego. Samuel escribe sobre fútbol en varios portales. Héctor Torres.

 

Que decidieran ver esa película se justificaba de una forma simple: no encontraron entradas para ninguna otra. Pelo Malo, agotada; allí, en el Millenium Mall y también en El Recreo, donde estuvieron minutos antes. El resto de las películas, o terminaban muy tarde –pasadas las diez de la noche–, o habían vendido toda la boletería.

El título no los sedujo: Balada de un hombre común. Para común ellos, dentro de lo que cabe. David era un entrenador de 21 años, Alfonso un programador de 25; ambos eran meditadores Vipassana, antiguos compañeros divididos por una brecha de demasiados meses sin saber uno del otro. La rutina es un perro que va desgastando los huesos de la vida.

Preguntas de rigor: “¿Y tu mamá?”, “Bien”, contestó Alfonso. “¿Y tu novia?”, “Mi ex, ya terminamos”, lo corrigió David. “¿Cómo está el trabajo?”, “Estoy obstinado ya”, se quejó Alfonso. “¿Y el tuyo?”, “Full. Estoy trabajando hasta cuando duermo”. Respuestas comunes para tipos comunes haciendo vida en una cada vez más extraña Caracas, herida por perdigones, bombas molotov y lo que parecía el clímax del enfrentamiento gobierno-estudiantes. Si Venezuela alguna vez estuvo polarizada, nunca tanto como en aquellos días que hicieron popular, o común, la palabra guarimba.

Era febrero del 2014. Altamira y Chacao fungían como escenario de violentos enfrentamientos. Las palabras rutina, cotidiano y común, se resumían en heridas y muerte. Romper la rutina equivalía a intentar tener un día tranquilo (O a recuperar algo de la antigua normalidad tratando de, por ejemplo, ir al cine), sin noticias que hicieran pensar que la vida del ciudadano de a pie no vale nada.

“¿Listo para ver la película más mala de historia?”, luego de comprar las chucherías en Farmatodo, el par de amigos caminaba rumbo a la sala de cine. Alfonso, quien soltase la pregunta, trataba de difuminar su recelo con pastillas de comicidad. “No juzgues un libro por su portada”, sin la grandilocuencia de un artista, David pretendía inundar de buen ánimo una sala de cine a medio llenar.

La película arrancó con el protagonista, Llewyn Davis, cantando folk. Una escena disfrutable para los amantes de tal género o para los músicos. Esa noche, en el cine, parecía que no había nadie que entrara en esas categorías.

Como perezas cargando yunques avanzarían los minutos. Ni la aparición de Justin Timberlake, un actor conocido para las masas venezolanas, le daría algo de brillo a la cotidianidad de la vida de Llewyn. Tras poco más de media hora, la sala empezó a simular un estadio de fútbol en el que la hinchada local está perdiendo por goleada. La gente comenzó a irse.

Ilustración: Génesis QUintero.

Ilustración: Génesis QUintero.

“Chamo, qué película tan mala”, rió quejosamente Alfonso. “Pilla la sala, ¡la gente se está yendo!”, respondió David. Una señora, continua a este último, luchaba por contener las emociones de quien parecía ser su nieto: se estremecía en la butaca, se retorcía, botaba las cotufas, hablaba en voz alta y dejaba ver una situación más entretenida que la que ocurría en la pantalla. Mientras tanto Llewyn saltaba de decepción en decepción, para decepción de los espectadores.

Al encenderse las luces, mientras los créditos patinaban por la pantalla, se escuchó un fuerte “¡Qué película tan mala!”, de la señora colindante a David. Asía de la mano al nieto y salían con la prisa de quien está pronto a vomitar. Más abajo, una pareja se veía entre sonrisas (Ah, porque nunca falta la parejita cariñosa dentro de una sala de cine), y un murmullo despectivo crecía a través de las pocas personas que aguantaron las casi dos horas.

Llewyn Davis, un fracasado cantante de folk, no rozaría siquiera el éxito. Sin dinero, sin pareja, sin casa y –según un productor– sin talento suficiente, la película parecía tratar de mostrar que querer no siempre es poder. Que quien persevera no siempre alcanza. Y que los sueños no siempre se hacen realidad.

David, ávido por entender la película que más lo había tentado a abandonar una sala de cine, googlearía, en los días siguientes reseñas sobre el film. Se enteraría de que eso que lo hizo bostezar fue galardonado en el Festival de Cine de Cannes; pero, más extraño le resultaría la gran cantidad de comentarios positivos que encontró. Uno lo hizo reír: “Si eres músico, que tus padres no vean esa película”.

Quizá en el fondo la mayoría de los que esa noche estuvieron en el cine sean unos ordinarios Llewyn, y por eso se aburrieron viendo lo ordinario de la vida ajena. O quizá el film haya resultado más bien innovador para los extravagantes críticos europeos y estadounidenses, quienes se mueven entre estrellas de la gran pantalla, costosos carros y vinos añejos, razón por la cual encontraron en lo común lo raro.

Al salir del Millenium, Alfonso le dio la cola hasta el Metro de Chacaíto a David. Pasaron por Chacao. Muchos policías armados caminaban por la calles. Pequeños vidrios de botellas hacían brillar el asfalto que parecía vestido de gala. Caracas seguía rompiendo la monotonía, o haciendo de lo ocasional la nueva rutina, lo nuevo ordinario, lo común. “Esto pinta muy mal”, dijo Alfonso haciendo una comparación mental entre Venezuela y lo que conoció de España en un reciente viaje. “Querer no siempre es poder”, musitó David mientras pensaba en cuánto le gustaría que su país fuese tan monótono como la Balada de un hombre común.

 

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