La metra azulada, por Niurfreilis Bolívar

La metra azulada, por Niurfreilis Bolívar

Vidas cruzadas
Una selección de Héctor Torres

 

Ciertos recuerdos de la infancia parecen grabados en piedra. Se conservan con el paso de los años, tercos, como esculpidos sobre la indestructible materia prima de las emociones que los suscitaron. La autora de esta conmovedora historia nos presenta sus recuerdos de una de las heridas más monumentales que llevamos con nosotros en nuestra historia contemporánea: El deslave de 1999. El gran mérito de este relato, además del impecable ritmo, es la precisión con la que se rescata el tono de la niña que cuenta. Esa inocencia, que no sabe de la dimensión de la tragedia, lo convierte en un poderoso testimonio. Niurfreilis Bolívar, su joven autora, es periodista. 

Mi pulgar está hinchado y enrojecido, mientras las rodillas maltratadas por la aventura me indican que la partida debe terminar, pero antes, debo ganar la metra azulada. “Tienes mala puntería”, advierte con superioridad mi primo, mientras muerdo los labios y apretó bien los dedos, decido lanzar con fuerza ¡te lo dije! Exclamó con euforia, armando una algarabía en medio de la sala, pero mi abuela rápidamente acaba con su celebración: “Cállate muchacho, el Presidente está hablando”, en medio del regaño aprovecho la situación y le robo la metra azulada.

Es domingo y huele a tierra mojada. Las gotas de lluvia caen, mientras saco la mano por la ventana para sentir el agua fría, miro las nubes y los relámpagos alumbran a todo el barrio, cierro los ojos porque no quiero ver la luz incandescente; el miedo me susurra que alguien enfureció en el cielo.

Enseguida tocan la puerta, pero decido no abrir. Me siento en la vieja mecedora de mi abuela frente al televisor, mientras un hombre con voz de mando comenta: “Pongámonos las botas del combate y salgamos todos juntos a votar porque si la naturaleza se opone lucharemos contra ella”, “¡que aburrido!”, pensé.

Pero algo grave ocurre en la cocina, volteo y percibo a mi abuela angustiada, sus manos tiemblan, mientras le dice a mi madre: “hay que sacar las cosas de la casa porque el río está a punto de desbordarse”. Salgo corriendo al baño y siento ganas de vomitar, pero tres golpes llaman a la puerta, es mi papá, “hija sal de allí, tenemos que irnos”, por dos segundos me quedé perpleja viéndome en el espejo, mientras sigue golpeando, reacciono y abro la puerta con pánico, miré a mi padre, lo primero que vi fue sus orejas rojas. Con fuerza me toma de la mano y corremos hasta el tercer piso de la casa.

Mientras intento subir las escaleras mojadas, me resbalo, pero enseguida retomo el equilibrio, al mismo tiempo me doy cuenta de que estoy descalza, ¡claro! Había dejado mis zapatos frente al televisor, pero nada me detiene…

Llego cansada y mi primo me pregunta ocultando su llanto “¿Dónde estabas?, acaso no has visto nada”. Asomo mi cabeza por una rendija y mis ojos se humedecen; no entendía como el río que tantas veces nos calmó la sed, hoy arrasaba con palos, piedras y barro, acabando con nuestro mayor refugio, eso que cariñosamente conocíamos como hogar.

El agua se apodera de los callejones rápidamente, en menos de un parpadeo, podíamos ver desde lo alto, como los escombros habían tapiado las casas. Escuchaba a la gente gritando, por eso lleve mis manos a las orejas y las presionaba con fuerza, para no oír, pero es inevitable, las bombonas de gas empezaron a explotar, hasta que un estrepitoso ruido, silenció a todo el barrio, pues una roca enorme se había deslizado desde la montaña aplastando todo lo que conseguía a su paso.

No había lugar hacía donde huir, no había un espacio secreto a donde esconderse, la pesadilla se había adueñado de la noche y no sabía si algún día podría despertarme. Mientras busco refugio, encuentro a mí a padre con su ceño fruncido, desesperado le dice a mamá “esta casa es muy inestable en cualquier momento se puede derrumbar”. Es por ello que han decidido enviarnos al hogar de nuestros vecinos, pero deben ingeniarse una manera de hacerlo.

El vecino desaliñado  y sucio de barro hasta las rodillas, pasó una tabla estrecha que servía de puente entre casa y casa; de un lado del techo permanecía papá con nosotros, en el otro extremo nos esperaban los brazos del vecino. Mi primo fue el primero en cruzar, parecía tan fácil, pero la verdad es que mis piernas me tiemblan, aún así, me preparo con mucho valor y mientras la adrenalina se apodera de mi cuerpo, mis pies descalzos pasan poco a poco por el puente improvisado.

Ambos atravesamos el callejón, pero cuando vimos a nuestra familia del otro lado, habría sido el momento más triste, los miré fijamente y me sentí dichosa de haberlos conocido, no estaba segura si al día siguiente los volvería a ver.

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Ilustración: Génesis Quintero

Al entrar a la casa, se oscureció más la noche, el barrio se quedó sin luz, pero la oscuridad ya no era parte del miedo, nuestro mayor desasosiego era tener que imaginar la vida abandonados, así como se perdió nuestro hogar, como olvidados estaban los loros que se quedaron atrapados en su jaula, como lejanos estaban los seres que tanto amaba.

Le dije a mi primo “Esta noche solo te tengo a ti, no te preocupes falta poco para que amanezca”, él no dijo nada, su tristeza lo enmudeció. Aunque todo está oscuro, los rayos del cielo alumbran el piso donde permanecemos acostados, mientras tanto le pregunto, ¿si pudieras regresar a nuestra casa, qué tomarías? Él contestó resignado, “iría a buscar mi chaqueta nueva, ésa que me regaló mi abuela y también rescataría mi colección de metras”.

Escarbé en los bolsillos de mi pijama y encontré la metra azulada, sus ojos se alegraron al verla y me sonrió, me dijo con su rostro lleno de picardía, “¡eres una tramposa!”.

 


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