Al sonero con amor por Tibisay Guerra

Al sonero con amor por Tibisay Guerra

Vidas cruzadas
Una selección de Héctor Torres

 

“La ciudad adopta la forma de nuestro ánimo. Nos acompaña en nuestro tedio, nuestra esperanza, nuestro desconsuelo. Al sonero con amor narra los días en la vida de la autora, desde que recibe la noticia de la muerte de su padre, hasta que ve retomar la vida, nuevamente, con esa ausencia a cuestas. Usando un tono nostálgico, fluido y preciso, nos cuenta cómo transcurrió uno de esos episodios que nos cambian la vida para siempre. Su autora es la promotora cultural Tibisay Guerra.” Héctor Torres.

Amanece. El olor a café recién molido se apropia del ambiente. El dueño del taller mecánico, aún en pantuflas, y con inconfundible cara de lunes, sale a barrer el pedacito de calle que le toca. Los cadetes de la Guardia afinan sus gargantas para lanzar alguna consigna desgastada mientras hacen el trote diario.

Antes de vestirme para ir a trabajar, suena el teléfono. Es mi hermana para avisarme que papá acaba de morir. El viejo, nuestro viejo, batalló ocho días en el Clínico contra un derrame cerebral total y sus complicaciones. No logré verlo consciente desde el accidente. Sólo me permitieron verlo de lejos un par de veces.

Suelto el auricular y me desplomo en el piso de la cocina. No hay lágrimas, sólo una sensación repentina de vaciedad. Es que mi papá fue mi primer amor.

Mi cabeza es un poso de imágenes lejanas. Por un momento vi que se preparaba para sentarse a comer y recordé que mamá nos prohibía acercarnos a la mesa. Había un cartel imaginario que decía: “Si no quiere sentir el poder de la petrolera vengadora, aléjese”.La “petrolera vengadora” era nuestra peculiar forma de llamar a su chola de plástico. No sé cómo, pero a los 4 años me las ingeniaba y de pronto allí estaba, sentada en sus piernas o a su lado. No hubo complicidad más hermosa entre mi papá y yo que compartir un trozo de pescado frito y casabe.

Ilustración: Génesis Quintero.

Ilustración: Génesis Quintero.

Visitar a mi tío Jesús mensualmente en Turmero era nuestro escape preferido. Manejaba su Dodge Charger RT anaranjado que hacía perfecto contraste con el verde de la Regional del Centro. Casi siempre nos parábamos a comprar Panelitas de San Joaquín (el alimento más balanceado del venezolano) y cachapa de hoja. Era un privilegio escucharlo silbar en el camino. Un silbido limpio, sin estridencias. Así componía algunas de sus canciones. Mi papá era una inquietud constante y sonora.

Era difícil asimilar que no volvería a verlo sentado en la mesa rayando  su papel pentagramado, No volvería a escuchar sus solos de trompeta, para luego limpiarla con mucho cuidado y guardarla celosamente en su estuche. Ni verlo sentado frente a la TV mirando boxeo y beisbol.

 

Vuelvo en mí. Recojo el auricular del piso. Temblando, preparo otra taza de café y esta vez lloro inconsolable.  Con la mirada perdida al cielo, busco un color entre el azul y el blanco que defina la impotencia, lo logro. Me calmo y tomo un taxi al Clínico.

Por fin logro abrazar a mi papá. Una hora después de fallecer, con su cuerpo aún tibio y  cansado  de luchar, se convirtió en una bocanada de oxígeno entre tanta asfixia por la angustia y  la espera.

Después de dos días de funeral, nos recibe la primera noche en casa con la familia incompleta.  Todos se van a sus cuartos a buscar un rincón para poner el dolor. Yo prefiero tumbarme en el sofá a dormitar. Escucho un llanto incesante de mujer y salgo corriendo al cuarto de mamá.  Ella descansa, parece dormida, tal vez no lo está. Pero no es ella la que llora. “A lo mejor lo soñé”, me dije. Suspiro y me doy un baño con agua fría de pipote.

Fresca y calmada, verifico que todo está en orden y  decido dormir con mi mamá para que no se sienta sola.

Pongo la cabeza en la almohada y me quedo dormida enseguida. En algún momento de la madrugada siento una respiración fuerte a mi lado y me invaden escalofríos. Abro los ojos  y veo el rostro de mi papá en lo que debía ser el rostro de mamá. Algo que no puedo ni quiero definir me impidió mover el cuerpo. Cerré los ojos y recé alguna oración que ahora no recuerdo.  Cuando se fue el escalofrío, abrí los ojos y mi mamá seguía dormida. No quise despertarla para contarle, sólo susurré: “siempre serás mi primer amor” y volví a dormir.

Amanece. Caracas está empapada. Es un nubarrón gris, una enorme lagrima. No hay color que defina el vacío. Esa mañana, todas mis preguntas se quedaron sin respuestas.

 

 


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