#SoyCapaz de compartir mi vecindario

El 7 de Noviembre la alcaldía de Bogotá anunció la construcción de 327 viviendas para poblaciones desplazadas en dos de las urbanizaciones más lujosas de Bogotá. La idea del alcalde Gustavo Petro es convertir siete locales del distrito que hoy en día funcionan como estacionamientos públicos, en edificios con viviendas de interés social para familias desplazadas por el conflicto armado.

Los vecinos de la zona no se demoraron en reaccionar. Los más radicales señalan que esta es una medida populista que busca ubicar en las urbanizaciones a “exguerrilleros de las FARC”; les preocupa que las viviendas aumenten la inseguridad del sector y disminuyan el precio de sus predios. Los menos radicales, esgrimen argumentos técnicos. Señalan que estas zonas carecen de escuelas, hospitales y supermercados a los que “estas personas” de bajos recursos puedan acceder e invitan a la alcaldía a pensar otras alternativas como buscar predios más baratos en otros vecindarios de la ciudad que sean más “apropiados” y en donde se puedan construir más viviendas a menor costo.  Independientemente de la retórica, todos concuerdan: está bien que se construyan los edificios, pero no los queremos aquí.

El proyecto de Petro si bien imperfecto, y probablemente una jugada política alcalde, no deja de ser interesante y atrevido. Petro está decretando la integración social y tanto la iniciativa como las reacciones a la misma nos invitan a una reflexión más amplia sobre el clasismo y la desigualdad.

América Latina es la región más desigual del mundo. A pesar del crecimiento económico y los avances en reducción de la pobreza, la brecha entre ricos y pobres sigue siendo abismal y esto es, en parte, un problema cultural. En Latinoamérica todos crecemos con el signo de nuestra clase social. Ésta es una barrera invisible que nos separa y nos hace artificialmente diferentes “al otro”. No es sólo un tema de dinero, “la clase” se ve en los modales que tenemos, el acento con el que hablamos, las palabras que utilizamos, el colegio donde estudiamos y el lugar donde crecemos. En Bogotá es la división Norte-Sur, en Caracas la división Este-Oeste; una frontera real-imaginaria que, inclusive con movilidad social, es difícil cruzar.

Medidas como la de Petro buscan abrir huecos a esta barrera artificial empezando por disminuir la segregación residencial. Si personas de “clase alta” y “clase baja” comparten el mismo espacio como vecinos, como iguales, estas diferencias artificiales, con los años, van a desaparecer. Vivir en el mismo vecindario genera comunidades compartidas en donde el que en el pasado fuera “otro” hoy es como yo. Es mi amigo de infancia, de calle; la señora con la que hago la fila del supermercado y el señor con el cual cuido a mis hijos en el parque de la esquina. Son personas con las que comparto pedazos de mi día; a ellas les interesa lo mismo que me interesa a mí. Mi vecindario es su vecindario; los problemas que éste tiene nos afectan a los dos y las respuestas que a éstos haya nos benefician a los dos.

Si bien la decisión de Petro es abrupta –y definitivamente hay que pensar como llevarla a cabo de forma concertada con las comunidades involucradas—es difícil que esta integración suceda de otra forma. Desde hace décadas “los ricos” han aceptado que hay que hacer inversión social. En toda la región, empresas privadas, fundaciones y hasta clubes sociales se han metido las manos al bolsillo para financiar colegios, deporte, centros de capacitación y demás. Esta inversión si bien importante, no promueve la integración. Este tipo de programas no rompen la relación desigual. A pesar de ser bien intencionadas y claves para reducir la pobreza, estas iniciativas mantienen la otredad que existe entre los grupos de distinta clase social. El mensaje subliminal es: nosotros pagamos, siempre y cuando ustedes se queden allá.

Un mensaje similar se utilizó por décadas en el sur de los Estados Unidos para separar la población afroamericana de la blanca: “separados pero iguales” fue la doctrina bajo la cual se consolidó la segregación racial. Se necesitó una sentencia de Corte Suprema de Justicia obligando la unificación de colegios y espacios públicos para empujar la integración. Si bien hubo resistencia y reclamos (muchos similares a los que esgrimen los bogotanos hoy) sesenta años después pocos en el mundo dudan de la importancia y el impacto positivo de la decisión. A tomado tiempo, pero gracias a la misma, hoy los Estados Unidos es un país menos racista y un poquito más igual. La medida de la CSJ, si bien abrupta, fue necesaria para obtener avances reales en temas de igualdad.

Hace no mucho el sector privado lanzó la campaña #SoyCapaz. Con este mensaje diferentes personalidades y empresas decidieron poner sobre la mesa el hecho de que la paz no viene gratis y todos vamos a tener que colaborar. Esto es fácil cuando hablamos sólo de dinero, pero es claro que hay que aportar mucho más. Las personas que Petro quiere ubicar en los edificios en cuestión son desplazados víctimas de la violencia. A ellas, al país y a la región propongo que les digamos: #SoyCapaz de compartir mi vecindario, #SoyCapaz de ser tolerante, #SoyCapaz de defender la diversidad y #SoyCapaz de avanzar la igualdad.

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