Un rumor y un símbolo

El rumor había comenzado a colarse en las conversaciones hacía un tiempo. Se hablaba de ello con la insistencia de quien ansía una buena noticia. Unos decían que no tenía sentido, que iba a haber poco tiempo para organizarla. Otros desestimaban cualquier obstáculo y señalaban que debía hacerse a como diera lugar.

En todo caso, una vez que se habló de fechas precisas, el asunto adquirió la certeza del hecho consumado. En efecto, una mañana de este doloroso, accidentado y revuelto 2014, un día de abril mudado a noviembre, comenzaron a erigirse los tarantines que indicaban que, contra todo pronóstico, la plaza Altamira, contradictoria y versátil como pocos espacios de la ciudad, volvía a ser el escenario de la concordia y el encuentro ciudadano, gracias a una nueva edición del Festival de Lectura de Chacao.

Podría despertar curiosidad que en un país donde leer no sea, en general, una actividad demasiado valorada, un encuentro de los ciudadanos con la industria editorial, genere tanto interés. Pero nuestra poco amable realidad nos mantiene en un permanente y precario equilibrio, donde el de la cordura es el más flaco de sus componentes, por lo que este evento encierra múltiples ingredientes que trascienden su modesta apariencia de pequeña feria del libro.

Estamos hablando de un inolvidable 2014, año que será recordado por el agudizamiento de la escasez de productos básicos, la inflación y la inseguridad. Estamos hablando de un año cuyo panorama político, tanto en oficialismo como en oposición, se fue atomizando para dar paso a un equilibrio que solo garantiza estabilidad a los problemas y jamás a las posibles soluciones. Un año en el que, como nunca, se convirtió en épica de todos los días lo que debe ser vida corriente. Conseguir detergente, comprar una cajita de Acetaminofen, sacar el celular en la calle, llenar el tanque de gasolina, tomar el Metro, llegar a casa intacto.

Estamos hablando de un año con un infeliz saldo de muertos, lesionados y detenidos durante protestas callejeras. Y de una plaza que fue escenario de rabia, violencia, represión gubernamental, radicalismos, patriotas cooperantes y guerreros de batallas perdidas de antemano, tomas y retomas. Un muestrario de la suma de nuestra aturdida concepción de la épica.

Y si a ese panorama le agregamos una ciudad que se ensaña con el peatón, que ofrece cada vez más espacios para el carro y menos para la gente, que retoma la fracasada “solución” de los elevados, podemos entender qué significa volver a ver los tarantines blancos poblar esa plaza, como si de una villa de un sueño de niños se tratara.

Es cierto que la ausencia de novedades extranjeras y de una nutrida participación de invitados  internacionales la coloca a años luz de ferias icónicas del continente, como la de Guadalajara y Buenos Aires. Y aunque las pocas editoriales del patio dan lo mejor de sí y los autores locales demuestran no tener nada que deber  a la literatura que se está haciendo en el resto del continente, este es apenas uno de los aspectos que hacen que el Festilectura haga que la plaza Altamira rebose de salud ciudadana durante esos diez días.

Es eso, sí, pero es, además, otra cosa.

Es una maqueta de una ciudad ideal. Es salir del Metro y caminar entre gente que va al encuentro de su ciudad. Es percibir, al cierre del año, un mensaje de la ciudadanía, esa que parece apática, hipnótica o encerrada en su trinchera. Es el anhelo de cambiar la sobrevivencia por convivencia. Es haber visto convertirse ese rumor en un símbolo, cuya persistencia nos hace creer que siempre lo bueno es posible.

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