Hablar para no decir nada

La historia es, toda ella, una metáfora. Es tan característica que uno no sabría pensar si la vida se copió de la literatura con tanto detalle o si, por el contrario, le dio por escribir una pésima versión de aquella.

Era una ciudad pequeña, con su economía deprimida, sus pequeños mandamases, sus cronistas espontáneos y sus eternos oportunistas. Como en todas ellas, los centros del poder son un vigoroso imán que atrae, como abejas tras la miel, a todo aquel que busca ganarse el sustento con el mínimo esfuerzo posible. El que las ha visto de cerca sabe cómo es su dinámica. Los alcaldes son avezados hijos de Maquiavelo que saben prometer sin comprometerse y decidir sin actuar. Por eso, en torno suyo, se desarrolla una fauna delirante: tipos con ideas sensatas pero pésima capacidad para comunicarlas, tipos con buenas intenciones y pocas capacidades, tipos con mucha inteligencia y pocos escrúpulos, tipos que hacen que se mueven sin desplazarse ni un paso, tipos que no tienen ni idea de nada pero siempre hablan.

A esta última tipología pertenece nuestro personaje. Retaco, con una prominente panza y unas maneras de andar que hacen pensar en el dueño del mundo pavoneándose por su feudo: mirada al horizonte, brazos oscilantes y pose del que no permitirá que la posteridad lo agarre desprevenido. Tenía uno de esos cargos inexplicables en definición y funciones que suelen crear los alcaldes para sentirse siempre rodeados. Preferiblemente de gente que ría sus chistes, celebre sus decisiones y alabe las virtudes que no tiene.

Una tarde de esa bucólica ciudad en la que nunca pasa nada, un muchacho aburrido de no ver ni siquiera al tiempo mover sus engranajes, activó un fosforito y lo metió dentro de una botellita de agua que dejó caer, al pasar, en una de los recipientes de basura ubicados en la plaza que antecede al pomposo palacio de gobierno local. El fosforito, obviamente, estalló. Y obviamente hizo una enorme bulla. Y obviamente despertó la alarma del puñado de curiosos (gente que iba a solicitar ayuda, vividores, asistentes, empleados sin oficio y viandantes) que estaba en las cercanías del único rincón del pueblo que siempre se muestra activo.

Luego del sonoro estallido, los curiosos rodearon con cautela al recipiente de basura, sin atreverse a verificar la causa. Y aquí entra en escena nuestro personaje. Saliendo del palacio municipal, contento de habérsele adelantado al resto del séquito, se abrió paso entre los curiosos con aires de importancia y, para demostrar su lealtad y renuncia, se asomó al recipiente, tomó cuidadosamente la desfigurada botella de agua y, levantándola a la altura de su cara, dictaminó con voz de experto, asegurándose de que todos los presentes escucharan:

-Me lo sospechaba. Explosivo plástico.

***

Tipos que no tienen idea de nada pero siempre hablan. Tipos que dicen todo lo que les pasa por la punta de la lengua. El retaco de la historia se clonó y llenó todos los espacios de poder del país. Por Twitter, por la prensa, por sus “programas de radio” (porque todos tienen “algo” que decir), en cadena, en declaraciones a los medios, en un acto de entrega de tres canaimitas a un colegio, ninguno pierde la oportunidad de declarar.

“Tenemos pruebas”, “plan macabro”, “paramilitares”, “me quieren matar”, “el venezolano come mucho”, “hay pleno abastecimiento”, “le tienen miedo a nuestros logros”… Rápido aprendieron que se puede decir incluso “explosivo plástico” sosteniendo una botella achicharrada en la mano, ya que la única finalidad que tiene toda palabra expresada en público, no es explicar la realidad, sino picar adelante con el fin de permanecer donde están.

silencio

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