El poder de las historias

Según cálculos del Observatorio Venezolano de la Violencia, entre 1999 y 2013 han muerto de forma violenta más de 200.000 personas en nuestro país. Otros números, esta vez aportados por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señalan que, según estadísticas manejadas hasta 2012, no sólo Venezuela es el segundo país con más homicidios en el mundo, con una tasa de 53.7 por cada cien mil habitantes, sino que además es el único país de la región que ha aumentado esa tasa de forma consistente desde 1995 a nuestros días. Todo eso, en un contexto de altísima impunidad, estimada en 91% por Roberto Briceño León, director del OVV. Es decir, que de cada cien asesinados, sólo se hace justicia en 9 casos.

Estas cifras, con todo y lo espeluznante de su dimensión, son sólo eso: cifras. Números, abstracciones que, dada su magnitud, erosionan, junto a la capacidad de asombro, la empatía hacia el dolor ajeno, sumiendo a la gente en una especie de angustia paralizante que no tiene forma concreta, que deja en el individuo la certeza de que la vida no vale nada.

Y de que no hay nada que hacer ante esa realidad.

 

Esto genera un círculo vicioso, por supuesto. Cada vez menos empatía, cada vez más inacción, cada vez más violencia, cada vez más desesperanza, cada vez menos posibilidad de hacer algo.

Para no dejarse vencer por la apatía, Mafe Pérez y Carolina González López, dos caraqueñas que no llegaban a los 30 años, decidieron contribuir a esa tarea de ponerle rostro al dolor, para no permitir que se quedara en números cuyo incremento termina siendo inversamente proporcional a la capacidad de indignación. Fue así como, en 2011, crearon el Proyecto Esperanza: una campaña basada en gigantografías con retratos de madres venezolanas que habían perdido hijos en hechos violentos.

Allí, en esos rostros, en esas miradas, en esas características fenotípicas, estaba la clave de la compasión: ver al individuo, y no al número, para provocar esa humana operación de ponerse en su lugar. Sentir esa tragedia como propia, así sea por un instante. Ese instante que nos hermana, que nos hace entender que estamos hechos de la misma materia de ese desconocido, que deja de ser anónimo cuando pasa a ser individuo.

Es la eterna lucha del hombre contra el olvido.

Eso que hicieron Mafe y Carolina junto a un numeroso equipo de voluntarios es, precisamente, lo que se propone la literatura. Individualizar la vida. Poner el foco en las personas, no en los números, para que no olvidemos que cuanto ocurre a un solo hombre ocurre, de alguna manera, a todos los hombres.

Esa es la fuerza de las historias: acercarnos a la vida del otro. Así haya miles, millones de otros como ese, cada historia cuenta la vida de una persona. Y a esa persona la acompañamos en su tránsito y en sus vicisitudes. Nunca olvidamos su condición de individuo. Es decir, su dignidad humana.

Es por eso que la crónica tiene tanta fuerza en nuestros países. La  crónica no se propone un estudio sociológico de la situación de las naciones, ni indagar sistemáticamente en las causas de nuestras taras sociales, ni ofrece soluciones a los problemas económicos ni a ese mal endémico llamado corrupción. Se propone algo más modesto y, a la vez, más poderoso: poner la vista sobre la condición humana, sobre la vida de un individuo, que es una forma de poner la vista sobre la vida del ser humano. Sus pequeñas victorias, sus dificultades cotidianas, sus asuntos vitales, sus creencias y sus valores, reveladas en un universo en el que nos sumergimos durante la lectura.

Y, con suerte, aún después de terminar de leer.

Para todo aquel que piensa que las historias (el cine, la literatura) no producen soluciones, yo suelo responder que su función se limita a recordarnos que todo cuanto le pasa a un hombre le pasa al Hombre. Que es como decir que todo cuanto ocurre a un ser humano nos ocurre de alguna manera a todos los seres humanos.

Y eso, por obvio que parezca, se suele olvidar con tanta frecuencia.

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