Presos estamos todos

Presos estamos todos

En los últimos días, han copado los titulares de prensa la aparición de cadáveres desmembrados en Caracas y otras partes del país, un modus operandi novedoso en nuestra cultura criminal, al menos 6 personas en menos de 1 mes y 14 en lo que va de año.

Los hechos han disparado las hipótesis, incluyendo aquellas según el lado de la polarización desde el cual se opine: asesinatos para desacreditar al gobierno, o atrocidades para desviar la atención de la crisis económica.Los estudiosos criminalísticos aluden que este tipo de homicidios se originan principalmente por 3 razones: motivaciones pasionales, carteles u organizaciones vinculadas al narcotráfico o conducta sociopática.

A nuestro entender, a estas explicaciones podríamos añadir otra local. El fenómeno podría corresponder a la expansión de las prácticas carcelarias extramuros, lo que resumiríamos como la “pranización” progresiva de la sociedad venezolana. No es un secreto que existen algunas redes delictuales que tienen en los recintos penitenciarios, territorios “liberados” como centros de operaciones.

Decir que el gobierno las ha generado o promovido es especulación más acorde para creyentes de reptilianos e iluminatis. Pero sí ha sucedido, que se ha tolerado y convivido –y algunos funcionarios han hecho alianzas de negocios- con el fenómeno. Los cuerpos descuartizados, sugieren que la consecuencia del patrón organizativo “pranes” y “luceros”, sus hábitos, ritos, modos de hacer y ganar “respeto” y “status”, es la racionalidad delictual que hegemoniza en el país, y comienzan a mostrarse descarnadamente a la luz pública.

¿Podía ser de otra manera? Según el último informe del Observatorio Venezolano de Prisiones, la capacidad instalada de las cárceles en el país es de 19.000 plazas, sin embargo la población penitenciaria supera las 55.000 personas. Con ello el hacinamiento crítico es de 190%. Desde 1999 los muertos en las prisiones, como consecuencia de la violencia intracarcelaria, suman 6.313 víctimas. Sólo en el semestre enero-junio de 2014 se remontan a 150 asesinados, casi una víctima diaria.

El retardo procesal es una constante y la no clasificación hace que se mezclen internos de diferentes niveles de peligrosidad. Los presos deben pagar entre 5 a 10 veces más por cualquier cosa que circule dentro de los calabozos. Los familiares, acusados de “bachaqueo” de armas y estupefacientes, deben soportar toda clase de humillaciones para visitar a sus seres queridos. Y al igual que el contrabando de extracción fronterizo, las verdaderas entregas son supervisadas y controladas por las autoridades. Hasta el dinero que por presupuesto nacional destinan para la alimentación de los privados de libertad es malversado para negocios de toda índole.

Si pensamos que cada privado de libertad tiene un promedio de 10 familiares directos, la situación carcelaria es un problema que atañe a medio millón de personas en el país. Y sin embargo, sus dolencias no tienen representación social. En casi todos los países de América Latina la cultura popular expresa, mediante el canto, la pintura o la poesía, las vicisitudes de quienes se encuentran en la cárcel, el drama de la separación de las familias, las expectativas de la vida que no fue.

En Venezuela ha imperado el tabú. Quizás en esto radique parte de la explicación del éxito popular de la serie “Cárcel o infierno”, creada por Luidig Alfonso Ochoa, de su experiencia personal como interno y hace pocos días terriblemente asesinado en un supuesto intento de robo. Más de 2 millones de vistas en la presentación animada y superando el millón y medio con personajes reales es el record de sus videos en youtube. Preocupa que contrario al mensaje concientizador que quería transmitir su creador, los personajes de la serie se han convertido en referentes para un sector de la juventud en las zonas populares, donde los índices de la violencia son más altos y son los jóvenes los más vulnerables. Nos convoca a la reflexión la cantidad de adolescentes vestidos con el espontaneo merchandising de la serie en el centro de Caracas, Catia, La Pastora o Petare, confirmando esa incipiente y aún reversible “pranización” cultural en marcha que nos afecta a todos y no tiene color.

Aunque nos convenzamos para no verlo, muchas cosas escapan a la explicación ideologizante o el tamiz de la polarización. Esos anteojos son insuficientes para entender los códigos, símbolos, ritos y jerarquías que, germinados como mecanismos de supervivencia en las cárceles venezolanas, desbordados de sus paredes se expanden por las calles del país. Las cárceles venezolanas alejados de su fin han degenerado en centros de especialización del delito. Nunca es tarde para entender que nuestros niveles de seguridad personal, cualquiera cosa que entendamos bajo ese término, están íntimamente vinculado a lo que sucede dentro de las prisiones venezolanas.

Los cadáveres mutilados pueden ser un campanazo de alerta. Y el problema es mucho más complejo que construir nuevos recintos penitenciarios o, como asegura la ministra Iris Varela, un régimen disciplinario militarizado para los internos. Sólo una reforma estructural y profunda del sistema de administración de justicia podría, junto a otras medidas, dibujar la luz al final del túnel para todos.

Recomendaciones:

OVP: Informe semestral situación carcelaria del país:

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Etiquetas asignadas a este artículo:
Opinión; Lexys Rendón. Observatorio Venezolano de prisiones

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By Luis Jaimes (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons
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