Nuestro débil estado omnipotente

Yo no estoy segura si alguna vez el estado venezolano fue tan omnipotente como lo describía cierto libro famoso de los años ochenta. Si bien es cierto que maneja la principal riqueza del país puesto que las regalías por la producción de petróleo fueron manejadas por el sector público incluso antes de la nacionalización, podemos preguntarnos qué tanto el estado venezolano ha sido capaz de garantizar en el territorio la seguridad y el cumplimiento de los derechos ciudadanos.

Probablemente, la respuesta a esta pregunta varía según el período histórico al que nos estemos refiriendo y también sobre cuáles aspectos focalicemos nuestra atención. Por ejemplo, durante las primeras décadas de nuestro sistema democrático, estaban más garantizados los derechos económicos y de propiedad, que los derechos sociales. Sin embargo, las políticas sociales de la época daban indicios de que la universalidad de acceso era un proyecto central del sistema político y que solo hacía falta esperar que las políticas de masificación hicieran su efecto. En cuanto a los derechos políticos, no había barreras formales para la participación, pero la exclusión de ciertos grupos políticos del pacto fundacional del sistema, daría pie a la lucha armada por parte de aquellos que se sintieron excluidos y sin representación. El respeto a los derechos humanos fue siempre un tema espinoso, puesto que ante el escenario de guerra no hubo contrapesos que impidieran o controlaran la actuación de las fuerzas de seguridad.

Los años ochenta son un período particular: luego del fin de la lucha armada y de la inclusión de los grupos, antes insurreccionales, en las instituciones políticas democráticas los excesos de la fuerza pública continuaron existiendo, aunque ya no estaba presente la excusa de la lucha contra la guerrilla. La crisis económica de aquellos años comenzó a deteriorar las redes públicas de servicios sociales, que además dejaron de crecer como en las décadas precedentes sin haber alcanzado la inclusión universal de la población. El cambio en las reglas del juego que parecía anunciar el programa de ajuste económico de 1989 ponía en entredicho que la educación, la salud y la seguridad social serían derechos para todos. La creciente brecha social resultante es caldo de cultivo para la polarización que vendría años más tarde. La inscripción en el registro electoral voluntaria, no automática al cumplir la mayoría de edad, fue dejando a una proporción de nuevos votantes (especialmente, de los sectores más carenciados) fuera del juego de las decisiones políticas. Los derechos de propiedad no parecen gravemente amenazados durante este período de crisis, ni en los ajustes de los años noventa.

Si bien a partir de 1999 la llamada revolución bolivariana se ha propuesto de forma explícita incluir a los sectores antes excluidos y garantizar los derechos sociales, así como los derechos humanos de la población, sería difícil afirmar que ha habido logros destacados y sustentables en estas áreas. El enfrentamiento a los llamados burgueses, oligarcas, explotadores  no ha sido sólo discursivo sino también ha estado presente en la legislación y en diversas políticas públicas. Su efecto ha sido el cierre de empresas, la disminución de la producción agrícola, pero también la indefensión de pequeños propietarios de inmuebles o tierras que han sido sometidos a expropiaciones e invasiones. Las libertades políticas están ahora amenazadas, a pesar de la democracia participativa y protagónica: ciudadanos perseguidos por firmar la solicitud de un referéndum, apresados y juzgados por protestar, diputados y alcaldes opositores electos removidos de sus cargos sin respeto al debido proceso, prensa censurada mediante novedosas estrategias (como la imposibilidad de acceder a divisas para la adquisición de papel o mediante compras de medios de comunicación). El respeto a los derechos humanos muestra también un momento oscuro: continúa la represión desmesurada y el uso de la fuerza pública contra manifestantes, dirigentes sindicales e indígenas en diversas regiones del país.

Podríamos pensar que es poderoso un estado que controla la principal fuente de riqueza, ahora también las importaciones de lo que consumimos, así como amplias redes de comercialización independientes del sector privado. Además, quienes controlan este aparato estatal pueden violentar la legalidad impunemente en todos los aspectos que acabo de enumerar. Sin embargo, la inseguridad que se ha convertido en uno de los problemas centrales de la población nos muestra, por el contrario, su debilidad. Pero este no es solo un problema de la gente común; los asesinatos de Eliécer Otaiza y Robert Serra demuestran que el estado es incapaz de proteger la vida de sus propios líderes. El enfrentamiento del CICPC con un colectivo en Quinta Crespo evidencia que el estado ha dejado de monopolizar la violencia y que los grupos armados que en el pasado defendían el proceso revolucionario podrían responder ahora a sus propios intereses. Las denuncias de un presunto ajusticiamiento de José Odremán, líder del Colectivo 5 de Marzo, parecen indicar que ser chavista no garantiza que los derechos humanos serán respetados. En resumidas cuentas, nuestro estado no había sido tan débil desde los tiempos de Juan Vicente Gómez. Sin árbitro imparcial, sin leyes que se cumplan, sin derechos ciudadanos, sin control de la violencia, el estado de naturaleza ha dejado de ser una ficción: bienvenidos a la guerra de todos contra todos.

Lissette Gónzalez

Socióloga, profesora-investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, Universidad Católica Andrés Bello

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